Hoy me descubrí sonriendo después de que la voz recurrente de Metrovías anunciara "que la línea D Catedral - Congreso de Tucumán se encuentra momentáneamente interrumpida". Recibí su "disculpe las molestias" con un suspiro de alivio y seguí leyendo. Creo que nunca me puso tan contenta que mi viaje diario al trabajo (ya de por sí largo) durara más de lo esperado.
Es que cuando estaba llegando a la estación Callao me di cuenta de que me faltaban quince páginas para terminar Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño, y las doce estaciones que faltaban no iban a alcanzarme para terminarlo.
Entre mi alegría por saber que contaba con unos minutos extra y mi nueva inmersión en el libro, me acordé de cuando tenía nueve o diez años y estaba en la escuela. En un día de invierno como hoy, solía cargar libros dentro del bolsillo del abrigo y sentarme a leer cuando salía al recreo. Generalmente llevaba uno y si estaba por terminarlo llevaba dos, y claro, al poco tiempo andaba con los bolsillos rotos de cargar tanto peso. Sí, era medio rara de chica, o medio nerd, o quizás las cosas que hacían los chicos de nueve o diez años en esa época no me divertían más que alguna novela de Jules Verne o George Welles. No sé, la cuestión es que siempre éramos dos o tres las que nos sentábamos a leer en el piso del patio, de cara al sol y con la espalda apoyada en la pared. En ese entonces, el mundo y todo lo que sucediera en esos veinte minutos de recreo podía esperar.
Hoy, mientras terminaba de leer mi libro, también.
te quiero mucho ratón!
ResponderEliminar